Rebelde sin causa

La Furia de la Vida es, en todos los sentidos, una película icónica: lleva consigo el brillante nacimiento del mito de James Dean, las famosas carreras de coches y la atención prestada a toda una generación, la de los adolescentes a punto de convertirse en personajes por derecho propio.

Hermosas secuencias retratan con acierto cómo el mundo adulto se está resquebrajando, a través del patético retrato de un padre en busca de autoridad, o la sorda violencia de una visita al planetario (que parece tener eco en una de las bellas escenas de los Suicidios de la Virgen de Sofía Coppola).

El juego sobre el espacio y la noche, que encuentra su plena expresión en la villa desierta que sirve de refugio a los protagonistas, es interesante en su búsqueda por recrear un mundo utópico, particularmente a través del simbolismo de la piscina vacía, una falsa promesa de un futuro fantaseado.

Coinciden en una comisaría por motivos distintos

La sutileza de algunos de los planos está sin embargo atenuada por el juego general e incluso una psicología bastante burda de los personajes. Natalie Wood no es muy creíble, tanto en su interpretación como en la forma en que pasa de un exceso a otro, de la banda de matones al amor adulto, y el personaje de Platón más que pesa en sus búsquedas como padre o hermano mayor.

Por lo tanto, es un conjunto relativamente desequilibrado y bastante irritante que esta película, cuya importancia no se puede negar, trata de recontextualizar. Atrapado en ciertos excesos y arquetipos que han envejecido mal, tiene la incomodidad de la transición que introduce.